Los artistas argentinos hacemos diversos y variados recorridos para formarnos y llegar a trazarnos un camino digno. Andrea Birgin elige sus caminos: el de la arquitectura primero y el de la escultura después y por esta decisión se queda con esa parte de la profesión que la acerca al dialogo con los materiales, ese conocimiento férreo de lo material, de sus posibilidades, cualidades y comportamientos. Conoce muy bien sus leyes, la experiencia con el diseño es terreno ganado para ella y así lo traslada a la escultura: su textil tridimensional, que explora desde hace muchos años consiguiendo una original propuesta plástica.
Impulsada por esa imperiosa necesidad de encontrar la sabiduría en la palabra y la experiencia de los grandes maestros, ha pasado por talleres de grandes referentes del arte. Desde muy joven comenzó su formación artística con la Prof. Aida Carballo, en su taller de dibujo. En los ochenta tomó clases en los talleres de arte de MEEBA (Asociación de Estudiantes y Egresados de Bellas Artes) y en el Teatro Colón. A partir de 2004, toma clases de escultura con el profesor Osvaldo Decastelli.
Desde el año 2008 trabaja en el taller del querido escultor de Floresta, Juan Carlos Visconti, donde desarrolla la técnica del arte textil tridimensional.
Andrea construye estructuras de hierro o aluminio como sostén de sus esculturas que serán tejidas sobre particulares urdimbres, que le permiten generar planos en el espacio, planos rectos, curvos, oblicuos sobre los que elabora las tramas con lana, yute, hilos de algodón y otros elementos naturales que la seducen.
Su sentimiento hacia nuestra tierra, la ha llevado además a indagar en los misterios de los saberes populares, esos que en sus viajes al norte argentino, ha encontrado en comunidades y cooperativas populares para conocer los secretos de las tintas naturales, colores vibrantes salidos de las tierras y de las plantas para tejer sus obras.
Andrea explora, juega, se interroga y reflexiona precisamente con esos materiales que da la tierra.
Así, sin especulaciones pero siguiendo las certezas que le da la experimentación, construye y teje su propia arquitectura, como si reinventara un esqueleto más cómodo, más sólido, y por qué no más flexible que le permite moverse con una sinuosidad más cercana a un trabajo que se define como femenino en el más alto sentido de la expresión con una impronta resuelta y sincera.
Sus búsquedas plásticas con las urdimbres, desde la más antigua precolombina, hasta el manejo de las tintas naturales y sus entramados, son las que desvelan su actualidad. En este juego de un genuino sentir, advierto el cortejo de los opuestos que siempre se atraen por buscar los complementarios hilos que envuelven, hilos que, abigarrados crean densidad matérica en tramas apretadas donde guardar el tiempo, o detenerlo y hacerlo más lento, más profundo, más sólido. Hay en ciertas formas de sus obras una solidez, una historia grabada en la lana, de cuando estuvo en el cuerpo del animal conservando el calor para sí mismo, tejidos que transmiten ese deseo para el mundo.
Y otros sutiles, como telas de arañas, finamente pensados, finamente enhebrados, casi con la fragilidad del misterio.
Rememorar un paisaje de montaña, catamarqueño, un paisaje de cactus, henchidos de savia, en sabia reserva, para almacenar en invierno y continuar en verano, para propiciar la vida en medio de la aridez.
La obra de Andrea remite a esos cardones tan altos que tocan las estrellas y dan una flor que dura una sola noche.
Hay que estar atentos a esta expresión porque se nos pueden escapar los detalles más sutiles de la personalidad de esta mujer que se deja entrever en el tejido, como una túnica o una cortina que vela las formas para dejar asomar la ternura.
La belleza -decía el escultor inglés Henri Moore- es la terribilitá, lo extraño, y por extraño cautivante, atrayente, conmovedor como la materia misma de la piedra. La piedra de esas montañas que cautivan a la escultora, buscando desentrañar la cifra de otros tiempos.
Lo inexorable vibra en el entrecruce de los hilos lanas hebras y una lanza llena de vigor atraviesa la urdimbre que, como cuerdas de violines, claman.
¿Qué músicas de otras montañas rememora esta obra? Lejanas montañas de sus ancestros judíos rusos, de tiempos remotos, donde un bisonte hundiera su pezuña en la blancura inmaculada de la nieve. Y entonces en lo alto, altísimo, se yergue buscando el equilibrio en el filo de un risco, cargado del riesgo que es llegar allí y mantener la tensión que genera estar vivo.
Así, lo mismo, ella rememora también el vuelo del cóndor, al fin presencia americana, memoria con alas de nuestra América Profunda.
Unión o coincidencia de etnias pujantes, expuestas al sol, los rayos más plenos, con su calor y color bañan los hilos para dar sentidos a una nueva expresión americana, una escultura textil que sintetiza orígenes y causas, luchas y logros, guarida de posguerra, cobijo de inmigrantes de ojos celestes.
El cielo se percibe en su mirada y se carga de la fuerza más esperanzadora para la lucha americana. Entonces Guayasamin, Portinari, Wilfredo Lam, Berni, Figari, siguen pintando, laten aún, no se acaba, no se pierde América si hay un arte que la expresa, que la nombra en cada rincón de la Argentina, una obra que Andrea expande, como un faro, desde lo alto de un edificio de Gaona y Cucha Cucha.
Contacto Andrea Birgin: @arte_textil_tridimensional
Nota publicada originalmente en la Revista Floresta y su Mundo edición 402 (Octubre 2024) ©
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