Y claro como ya había llegado el veinte de julio el club del barrio era un hervidero de preparativos, comentarios, movimientos para celebrar este día tan emblemático. Ya estaban en ejecución el torneo de fútbol infantil y el de los veteranos. Las partidas de truco concitaban las miradas de socios/as e invitados especiales. No faltaban las jugadas de bochas tradicionales en estos eventos cuyos ruidos lógicos se entremezclaban con el sonido que emitían los parlantes transformando el ambiente en una auténtica celebración. Los celulares y algunas computadoras de origen escolar estaban accionadas por grandes y chicos que se deleitaban con juegos y competencias en velocidad quien escribía mejor y sin faltas de ortografía un texto dado por un jurado que, en paralelo, disputaban el público con una alternativa de rescatar juegos tradicionales que sugirieron abuelos/as del entorno vecinal para no olvidar algunas costumbres de antaño: así se vieron el juego del sapito tratando de embocar en su boca abierta monedas que hoy prácticamente están en desuso. En un rincón el uso de las bolitas, obligaban a comentar, recordar momentos infantiles de los adultos que sumado al rescate del balero parecía una fotografía en sepia en estas épocas del reinado del color.

Todo era algarabía y alegría en esos momentos de encuentros y reencuentros tan necesarios en este presente vertiginoso y alocado. Muy pocos recordaban el verdadero motivo del festejo, en verdad había más interesados en jugar, pasarla bien que evocar acontecimientos pasados.

Hubo sí algo para destacar que concitó la atención de la mayoría de los presentes: fue el momento en que más allá de los panchos, hamburguesas choripanes, papas fritas, el aperitivo que reunió a varios adultos mayores fue un imán para vecinos, socios y no socios que presenciaron, vivieron historias pasadas que se tienen muy presentes. Abrió el intercambio una abuela que rememoraba juntadas de amigos/as y familiares sin tener en cuenta ni remotamente que en ese entonces hubiera un alunizaje previsto como sucedió años más tarde; el motivo era simplemente agruparse para comer, beber, comentar sucesos alrededor de una mesa con tallarines, asado, lechón, cordero y saborear los postres caseros de los comensales.

Un abuelo sumó una costumbre de estar sentados en el banco de una plaza junto a otros para señalar algunas discusiones familiares, opiniones políticas, económicas, laborales salpicadas con anécdotas vecinales picantes para el deleite de los hablantes y los motes que se aplicarían a los protagonistas.

Un adulto mayor que no era de hablar mucho esta vez sí lo hizo cuando recordó que resaltar la amistad él lo traducía en una forma particular: según la cantidad de los reunidos. Para cocinar lo hacía por piezas, en un asado ponía un vacío o matambre enteros o medio costillar (aclaró que eran tiempos en que estas cosas podían hacerse, evitó referirse al presente). Para beber no andaba con chiquitas: a cambio de botellas ponía en la mesa una damajuana de vino. Para el postre, como había sido pastelero en su juventud, hacía un flan con doce huevos rociado con un caramelo que resaltaba por contraste el amarillo de lo que se iba a ingerir. Pobre, para no ser menos ofrecía café servido en tazas no en pocillos, pero también aclaró que no lo hacía para agrandarse ni por vanidad, solo lo hacía para dimensionar y tratar de continuar la amistad recibida y daba de corazón lo que sentía. Los aplausos llegaron espontáneamente…

A esta altura del día ya era necesario un descanso, rescatar lo experimentado, seguir viviendo y esperar otros acontecimientos para festejar los vínculos que nos unen, aunque no recordemos qué pasó en la Luna.

 

© Esta narración fue publicada originalmente en la Revista Floresta y su Mundo edición N° 400 (Agosto de 2024)

 

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