El 14 de julio pasado, Dora Egber para tristeza de muchos, dejó su cuerpo físico, pero como está en lo compartido les cuento de ella en tiempo presente:
Psicóloga de profesión (de la UBA), militante desde su juventud. Hace exquisiteces judías con la ternura y el cuidado de lo que con orgullo es: una idishe mame. A cada amigo o compañero le dedica como regalo de cumpleaños la torta que quiera, con su toque delicado y su inigualable sabor. Sus ojos claros de color turquesa, y su rostro de raíz europea, remiten a una esencia y guardan una tristeza que de tan transparente y clara, pronto nos llega al alma. Su dramatismo se compensa con la belleza de sus movimientos delicados. Unas manos que amasan los más finos hojaldres también supieron de la avidez del tabaco. Su voz carraspea quejas de alguien que ha vivido, con mucho compromiso, los sucesos políticos de la Argentina.

Al conocerla, Dora me conmovió con su sensibilidad y visión de la sociedad y sus conflictos, que por ser psicóloga, interpreta desde su profesión. Ella une su saber con la política. Comprende los problemas humanos desde una visión que involucra al inconsciente colectivo y su modificación en el tiempo. Toda sociedad también es parte de un imaginario social. Los traumas individuales y males que aquejan nuestra psiquis están anclados a nuestro devenir socio-político.
Me recordó siempre a mi primera terapeuta, la psicóloga Ana Ulanovski, otra gran mujer, judía, psicoanalista, comunista, feminista, comprometida con los derechos de los trabajadores. Siento que al representarla a Dora también está Ana en ella y en todas las profesionales de la salud mental que hacen su labor callada y artesanal haciendo esfuerzos por llevar la terapia a personas de escasos recursos. Sabemos que aún nos falta hacer un fino trabajo para lograr que la salud mental sea reconocida en las obras sociales y sea accesible a todos los sectores.

Dora Egber en primera persona
“Soy psicóloga. Mi vida ha sido muy sencilla. Soy de una familia de clase media. Siempre fui la oveja negra de la familia porque siempre me rebelé contra las injusticias. Mi primera movilización fue en el ´58, con compañeras de la secundaria. Me gustaba la psicología desde muy joven porque en ella encontraba respuestas sobre la vida y el comportamiento humano.
Mi vida militante empezó cuando conocí a mi primera pareja, en un partido de izquierda maoísta. Fui a vivir a la villa, fui obrera y allí aprendí un montón, aprendí a amar -entender- al pueblo.
Durante la dictadura estudié la carrera y mientras, trabajaba en el gremio de la publicidad. Hubo una lucha de los encuestadores con una empresa, entonces me eligieron delegada y formé parte de la comisión directiva. Ahí adquirí un conocimiento de lo gremial que me encanta. Cuando me recibí, ya tenía un hijo chiquito. Me recibí y empecé el trabajo hospitalario ad honorem, hasta tener mi trabajo remunerado. También participé en el colegio de psicólogos. Me acerqué a la CTA y ahí participé del FRENAPO, Frente Nacional contra la Pobreza, en un marco de acompañamiento.

El 2001 en cuanto el presidente De La Rúa decretó el estado de sitio, salí a la calle y conocí a las mujeres vecinas con las cuales formamos la Asamblea hasta el día de hoy. Se armó un grupo humano con vínculos muy fuertes. Nos fortalece luchar juntas, y gracias a esto hemos logrado lo que tanto esfuerzo le llevó a nuestro barrio: conseguir la plaza con el espacio verde que se reclamaba desde hacía setenta años. Participé, además de la Asamblea de Salud y Educación del Hospital, entre los años 2002 y 2012.
Pertenecer a esta serie de esculturas me parece un gran honor que María Claudia nos hace. El trabajo social es una necesidad para mí. Funciona como una fuerza interna que me obliga a tomar posición frente al mundo y frente a mí misma. Soy una militante de base, como una mujer de barrio”.
